Calles y casas
Tengo amigos y el deseo de verlos sobreviene de pronto, esa urgencia de comunicar algo, una sensación de fervor, una angustia, ahondar en la charla ese atisbo mínimo que quizás tuvimos. O buscarlos para monologar, para quejarnos, para recibir apoyo. O quedarnos callados, sin obligaciones pirotécnicas, en calma, esas conversaciones lentas, sin tema fijo, sin conclusiones, descansadas y azarosas. Son, aun en este caso, necesidades inmediatas cuya satisfacción exige un plazo, un entusiasmo se apaga si para encontramos debemos esperar cinco días , y para esas fechas es posible que también la depresión haya desaparecido. Existe el válium, el autoengaño y el sueño. Me gustaría entonces, que mis amigos estuviesen cerca, que nos reuniéramos caminando apenas unas cuadras o en algún sitio que la costumbre haya establecido. Quisiera que la amistad recogieras esas efusiones momentáneas, los instantes del abandono o de la sinceridad, la trama viva de nuestras horas. La ciudad no favorece esa intimidad. Ni uno solo de mis amigos vive en la misma zona. Nos frecuentamos, todavía hablamos, pero hemos perdido ese trato cotidiano. La lejanía y las ocupaciones imponen estrategias complicadas: mañana es imposible, pasado mañana soy yo el que no puede, habrá que hacer una cita para la próxima semana…
un mal poema implica un mal poeta, un relato defectuoso supone un escritor inhábil y un cuadro bobo nos hace siempre pensar en aquel pintor. Una ciudad deshecha remite, por el contrario, a múltiples autores: arquitectos avaros, funcionarios complacientes, especuladores, ciudadanos sumisos y fraccionarios disfrazados de urbanistas. Personajes activos, termitas infatigables que trabajan, roen, desde hace años.